
Era de día y las estrellas brillaban entre la arena. Una chica ciega no podía dejar de mirarlas maravillada, nunca le habían gustado los astros porque le parecían preciosos; y todo porque un día uno con capa y sombrero se le acercó para sacarla a bailar. «Encantada» dijo ella, «siempre quise saber a qué huelen las nubes». Y así fue cómo dejaron de dirigirse la palabra y bailaron hasta el amanecer, justo hasta que dieron las doce de la noche. En ese momento, la estrella se convirtió en calabaza y le cantó un blues mientras ella lanzaba sus zapatos por el aire. Después decidió que no quería saber nada más del astro y le besó con pasión para convertirle en príncipe. Apareció ante sus ojos un hermoso joven recién nacido que, sin dudarlo, le pidió matrimonio. La chica estaba que no cabía en sí de la alegría y huyó lo más lejos que pudo. Subió las escaleras y se escondió en el sótano para oler las flores y el aire fresco, pero el destino quiso que se encontrara con otra calabaza de un azul más bonito que la anterior. Se acercó recelosamente enamorada, «¡por fin te encuentro!» exclamó y la tomó en brazos. Sin duda, fue odio a primera vista; se casaron allí mismo y tuvieron muchos peces de colores. Ya nada podría unirlos.
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